Tenía 10 años y ese fue el día que conocí a un amor que me guiaría durante toda mi vida. Aquel día en el colegio descubrí mi asignatura favorita: Lengua y Literatura. Fue amor a primera vista.
Un amor recíproco porque hasta ese día no aprendí a disfrutar de las palabras, a saber qué significan, a diseccionar cada oración. Y las palabras, bailaban conmigo. Y comencé a crear nuevas historias al son de la morfología y la sintaxis. Mis redacciones cada día se convertían en algo más rico, porque las palabras cobraron sentido gracias al significado que le dan su etimología, ya fueran griegas o latinas.
Esta asignatura quizá no hubiera causado en mí tanto encantamiento sino fuera por la forma en la que la profesora nos enseñaba los entresijos de la Lengua y la Literatura. Su forma didáctica era plena y voraz. Sus ejercicios de morfología y sintaxis nos los planteaba como retos de Sudoku. Y, sin duda, en toda la clase causó furor y jugábamos en equipo a resolver frases cada vez más y más complejas.
Pero la asignatura se dividía en dos bloques y el lenguaje y sus entresijos ya me habían cautivado. ¿Qué pasó con la Literatura? Nunca entendí por qué esta asignatura se dividía en dos partes tan diferenciadas y opuestas. Y no, no quería enfrentarme a la Literatura, pero el día temido llegó y mis pesadillas de niña pequeña me acechaban: ¡no me gustaba leer!
Cómo de equivocada estaba. La Literatura no es sólo leer, no son sólo libros. Es la historia de las letras, del desamor, del transmitir sentimientos a través de las palabras, de los fonemas, de las oraciones. Durante el último año de mi primer año de Literatura descubrí a autores que me inspiraron, que me hicieron creer y establecer mis sueños en la vida.
Cada mes, mi profesora nos descubría nuevos autores, nos enseñaba a cómo leer y comprender la escritura. Ella nos hacía ver más allá de los libros y todos comprendimos lo que es la lectura. Es un baile de palabras, de sintaxis y morfologías perfectas, que te evaden y te llevan a otros lugares y otras épocas. Y, entonces, comprendí que la Lengua y la Literatura tenían que ir de la mano, que la una sin la otra no son más que enseñanzas dispares. Tenían que ir juntas. Y desde ese año, mi vida cambió para siempre.
Siempre me caractericé por ser una niña que no tiene el don de la palabra precisamente. Pero la Lengua y la Literatura me enseñó a usar mis palabras de otra manera. Descubrí cómo usarlas en la escritura y expresar mis sentimientos a través de ella. Y es que, como dijo Gabriel García Márquez, El escritor escribe su libro para explicarse a sí mismo lo que no se puede explicar.
Esa asignatura me cambió la vida y hoy en día sigo bailando con las palabras. Ellas se han convertido en mis fieles compañeras de vida.